Pocos son los buenos recuerdos que guardo de las Navidades, seguramente por eso nunca aprecié el valor que pueden llegar a tener en la vida de las personas.
Cuando recién llegué a Nueva York pasaba estas fechas caminando bajo la nieve después de la última función del día, que por ser Noche Buena terminaba bastante temprano, y cuando el frío calaba tan profundo que lo podía sentir hasta en la médula de los huesos, me internaba en algún cafetín para calentarme un poco con una bebida con cafeína, misma que acompañaba con un pedazo de pay de manzana.
Decenas de personas entraban cargadas de bolsas, consumían su café con pay y corrían a la calle seguramente para llegar a tiempo a la cena con los parientes y amigos.
-¿Se le ofrece otra cosa joven?- solían preguntar los meseros o encargados del lugar, ansiosos por reunirse con sus seres queridos para pasar la noche- Ya estamos por cerrar para que nuestro personal pueda retirarse a sus hogares a celebrar la llegada de la Navidad.
-No nada, muchas gracias. Aquí tiene- respondía comprensivamente al pagar agregando un extra en la propina si mis condiciones económicas lo permitían.
-¡Gracias joven! ¡Feliz Navidad!
-¡Felices Fiestas!- respondía tomando mi abrigo, gorro y bufanda.
Algunas de esas noches las pasé en la azotea de mi edificio tocando mi vieja armónica, otras en cambio las tuve que pasar tirado en cama porque el frío afuera la congelaba haciendo imposible que la acercara a mis labios.
Años más tarde pasé estas fechas en casa de mi prometida Susana Marlowe acompañados por su madre y de vez en cuando por algún pariente o amigo de su familia.
Cuando Susana y yo terminamos volví a mi rutina de caminar por Manhattan bajo la nieve, sin embargo, no volví a las azoteas para tocar la armónica.
Después de mucha insistencia por parte de Robert Hattaway, accedí a ser un invitado regular de su familia para estas fechas y fue a partir de ahí que descubrí el verdadero valor de vivir la Navidad rodeado de personas que te quieren y se preocupan por ti.
Alguna Navidad la pasé en casa de la abuela Baker en Georgia y otra más en Nueva York al lado de mi madre y sus amigos.
La Navidad de este año fue diferente porque en lugar de estar solo o ser un invitado fui el anfitrión de la noche. Sí, este 24 de diciembre abrí las puertas de mi hogar para recibir a todos los que en otro tiempo me ofrecieron su techo para pasar la velada y también a quienes estaban fuera de mi vida pero que por gracia divina volvieron a ella.
No puedo quejarme, he ido de aquí para allá, a veces solo a veces acompañado. He sentido el frío del invierno en soledad, pero también he sentido el calor del hogar que sólo puede darte la gente que realmente te ama.
¡Felices Fiestas!
Terruce G. Grandchester
Diciembre 2008
Cuando recién llegué a Nueva York pasaba estas fechas caminando bajo la nieve después de la última función del día, que por ser Noche Buena terminaba bastante temprano, y cuando el frío calaba tan profundo que lo podía sentir hasta en la médula de los huesos, me internaba en algún cafetín para calentarme un poco con una bebida con cafeína, misma que acompañaba con un pedazo de pay de manzana.
Decenas de personas entraban cargadas de bolsas, consumían su café con pay y corrían a la calle seguramente para llegar a tiempo a la cena con los parientes y amigos.
-¿Se le ofrece otra cosa joven?- solían preguntar los meseros o encargados del lugar, ansiosos por reunirse con sus seres queridos para pasar la noche- Ya estamos por cerrar para que nuestro personal pueda retirarse a sus hogares a celebrar la llegada de la Navidad.
-No nada, muchas gracias. Aquí tiene- respondía comprensivamente al pagar agregando un extra en la propina si mis condiciones económicas lo permitían.
-¡Gracias joven! ¡Feliz Navidad!
-¡Felices Fiestas!- respondía tomando mi abrigo, gorro y bufanda.
Algunas de esas noches las pasé en la azotea de mi edificio tocando mi vieja armónica, otras en cambio las tuve que pasar tirado en cama porque el frío afuera la congelaba haciendo imposible que la acercara a mis labios.
Años más tarde pasé estas fechas en casa de mi prometida Susana Marlowe acompañados por su madre y de vez en cuando por algún pariente o amigo de su familia.
Cuando Susana y yo terminamos volví a mi rutina de caminar por Manhattan bajo la nieve, sin embargo, no volví a las azoteas para tocar la armónica.
Después de mucha insistencia por parte de Robert Hattaway, accedí a ser un invitado regular de su familia para estas fechas y fue a partir de ahí que descubrí el verdadero valor de vivir la Navidad rodeado de personas que te quieren y se preocupan por ti.
Alguna Navidad la pasé en casa de la abuela Baker en Georgia y otra más en Nueva York al lado de mi madre y sus amigos.
La Navidad de este año fue diferente porque en lugar de estar solo o ser un invitado fui el anfitrión de la noche. Sí, este 24 de diciembre abrí las puertas de mi hogar para recibir a todos los que en otro tiempo me ofrecieron su techo para pasar la velada y también a quienes estaban fuera de mi vida pero que por gracia divina volvieron a ella.
No puedo quejarme, he ido de aquí para allá, a veces solo a veces acompañado. He sentido el frío del invierno en soledad, pero también he sentido el calor del hogar que sólo puede darte la gente que realmente te ama.
¡Felices Fiestas!
Terruce G. Grandchester
Diciembre 2008